miércoles, 26 de noviembre de 2014

Eldi Walther Carrizo "El loco de Malvinas". (Crónica)

Esta historia tuvo lugar al sur de Santa Cruz hace varios años. El personaje surgido del medio de la ruta ameritó unas cuantas visitas a su bunker patagónico y su relato se fue uniendo con nombres de nuestra ciudad, algunos de los cuales ya no están entre nosotros. Un “loco” como le decían, un sinfín de anécdotas que vale la pena reflotar.













Hay hombres que pasan por la vida sin dejar rastros. Son quienes andan despacito, en silencio, que ni siquiera levantan tierra al caminar. Nadie sabe que estuvieron, que pasaron, que existieron. Y quizás son la mayoría, por más que cueste reconocerlo.

Pero hay otros, que revolucionan cada espacio, a cada persona que se cruzan, marcando un antes y un después de ese encuentro. Sus vidas se convierten en historias, no pasarán jamás desapercibidos, por mucho que lo intenten. Este personaje, ni siquiera busca esconderse, anda por el mundo avasallante con su imagen y su lucha.

Muchos lo consideran fuera de si. Allá, en sus pagos, los que recorre como dueño, en la lejana Patagonia Austral se lo conoce lisa y llanamente como “El loco de Malvinas”. Yo también me lo crucé y no pasó desapercibido, y es por ello este relato.

Eldi Walther Carrizo (así, con h en el medio) nació hace más de setenta años en las verdes pampas de Bolívar. Marcado por su destino vino a caer dentro de una familia de circo. La trashumancia sería su marca personal y años después, tomando una chocolatada en medio de la estepa santacruceña se despacharía con su historia.

-¿Que preferís? Te puedo recitar una obra completa de Pirandello, me la se de memoria. Sino te cuento la gesta de Malvinas. Pero ojo, prestá mucha atención que después te tomo la lección como en la escuela.

En lindo brete me metí, pero por suerte tengo buena memoria y pasé la prueba. Mucho más que escuchar no había. Estábamos en Las Vegas, paraje rural con mucho nombre pero pocas casas. El viento soplaba con ganas y me decidí por las islas del sur. Ya le había dicho que nací un dos de abril y el hombre se había entusiasmado. A lo lejos, la cordillera comenzaba a perfilarse como una promesa en nuestro destino.

Una amiga siempre dice que no es uno el que elije viajar sino que es el viaje el que te elije. Este fue un caso de esos. Durante ese trecho desértico descubrí uno de esos personajes que los buscadores de historias consideran como un gran hallazgo. Años demoré en escribir estas letras, y ya creo que es el momento de darlas a luz. Pero volvamos al principio…

Güer Aike. Puesto caminero. Mediodía de diciembre.

Apenas había alcanzado a atajar la mochila que caía desde la cabina del Volvo cuando lo conocimos. Veintidós horas antes estábamos paradas con mi ocasional compañera de viaje afuera de una estación de servicio semi abandonada a la altura de San Antonio Oeste, el pueblo de las mareas indecisas. Ahora, con mucha tierra y kilómetros más encima, hacíamos pie a la entrada de Río Gallegos.

Medio kilo de yerba Rosamonte. Eso es lo que dura hacer el tramo casi completo de la ruta 3 por la costa patagónica. Medio kilo de yerba y muchas y obvias paradas en cada parador rutero. Cinta asfáltica para pacientes, la tres es una de las cosas más tediosas en la vida, pero sin embargo gusta y mucho. Es aquella que termina con uno de los carteles más fotografiados del país, allí en la helada Lapataia.

Ahí lo vi. Una mano se agitaba desde la ventanilla de la camioneta blanca. Un dibujo del indio Patoruzu al lado de una imagen de las islas Malvinas decoraba el exterior. Un hombre barbudo, muy parecido al cantante Facundo Cabral, me llamaba desde la banquina de enfrente.

-¿Para donde van? Yo voy hasta Calafate.

Nos miramos incrédulas. Mucha suerte para un solo viaje. Saludamos al Pollo, camionero sanjuanino con el que habíamos llegado hasta ahí, y cruzamos al puesto caminero para informar de nuestra presencia en la provincia de Santa Cruz. El gendarme miró con cara de pocos amigos mi documento maltrecho, mientras relojeaba de costado mi enorme mochila. Cientos de viajeros ya se habían cruzado con esos ojos toscos, y ni mi sonrisa de chica buena iba a cambiar su idea acerca de los mochileros. Anotó mis datos y no me perdió pisada hasta que logré acomodarme en la camioneta.

El cartel de la salida rezaba que nos faltaban 286 kilómetros para nuestro primer destino. Una ganga al lado de todos los que habíamos recorrido en el Volvo. Rosario ya no estaba cerca. La Patagonia Austral nos recibía así entre viento y estepa en la camioneta de Eldi Carrizo. El loco de Malvinas.

Ciudadano del mundo

Nació en Bolívar un 20 de septiembre, cuando recién comenzaba la década infame. Las vueltas de la vida llevaron a su madre a liarse con el propietario de un circo, lugar adecuado para el pichón de trotamundos que apenas berreaba. “El circo me llevó a todos los pueblos de la República Argentina, fui a más de doscientas escuelas. Así que la educación mía fue en la “yeca”, pero por suerte siempre anduve por derecha y aprendí a querer a la gente” me dijo antes de ofrecerme recitar a un Pirandello que no sabría que hacía en medio del viento patagónico.

Cuando murió su madre Eldi cargó con sus petates y sus 16 años y se fue para Chascomús como empleado de una empresa constructora de puentes. Con el tiempo se convirtió en técnico en hormigón armado y enfiló para donde había más trabajo y se ganaba mejor dinero, hacia el sur. Pero no solo había un interés económico, este joven ya era nómade por naturaleza, y la Patagonia austral se perfilaba como una gran aventura. Así en el 55, en los años de la Revolución Libertadora que había derrocado a Perón, se instaló entre las montañas y los lagos azulados de El Calafate.

Trabajando en Vialidad Nacional Carrizo formó parte de la construcción del 90% de los puentes y alcantarillas de Santa Cruz. Compañero de Julio de Vido, dice ser el él que le presentó a Néstor Kirchner, cuando aún eran vecinos en Río Gallegos. Entre mate y ruta, sigue sorprendiéndome con cada historia.

Los años en familia

Los últimos años de los 60 lo encontraron viviendo en San Nicolás de los Arroyos, al norte de la provincia de Buenos Aires. En los descansos de su trabajo como contratista de Somisa conoció a Sara. Así comenzaría su historia de a dos, entre los viajes por trabajo y los cinco hijos que de a poco vendrían en camino.

“Yo quería tener una hija para llamarla Malvina Soledad Argentina. Con el primer embarazo mandé a todos los parientes un telegrama que decía: “Malvina Soledad Argentina en viaje al mundo terráqueo. Los invito a su nacimiento”. Nació macho y se llamó como yo. Segundo embarazo, nuevo telegrama, nace Javier Martín. Otra vez, año 73, nace Facundo. A la cuarta nace Malvina Soledad Argentina, en Puerto Santa Cruz, el 21 de noviembre de 1974. De yapa después Vino Nazarena Andrea Silvana”. Prolífico este hombre por cierto, además de insistente.

Pero las raíces tiraron más fuerte. A Sara le tiraban sus pagos nicoleños y Eldi solo disfrutaba los fuertes vientos de Santa Cruz. “Tal es así que vinimos un día a mis 14 años, quedamos acá y el volvió y así fue la separación. Fue una separación para ellos, nosotros éramos chicos, en esa época mucho no entendíamos”, me dice Facundo mientras toma su café, mucho tiempo después de conocer a su padre.

A pesar de los años y la distancia, tanto padre como hijo se aúnan sin saberlo en las buenas palabras hacia el otro. Se ven poco, es cierto, pero el contacto es continuo. Cartas que viajan ida y vuelta atravesando la ruta 3 los mantienen comunicados. Pero lo más importante aún, son los rastros que se pueden ver de Eldi en sus hijos, ya adultos. “Mi viejo es un tipo laburador, siempre inculcándote que estudies, a nosotros nunca nos faltó nada. Pero fijate, yo tenia 13, 14 años, y el nos llevaba en el auto a vender diarios en Gallegos, mirá que no nos faltaba nada, pero el así nos demostraba como ganarse el mango, lo que valía. Y fue el laburo en mi vida que más me gustó, me caminaba toda la ciudad. Nos hacía valorar las cosas a su manera. Y lo mismo hace con sus nietos”, continúa Facundo.

El último buscador de oro

Cabo Vírgenes es el último confín de la parte continental sur de nuestro país. Vecino al Faro Dungeness, es la puerta de entrada al remoto Estrecho de Magallanes, tierra de mitos y leyendas. Aislado lugar, excelente cueva y refugio para un alma ermitaña como la de Conrado Asselborn. Entrerriano, nieto de un alemán del Volga, duro de carácter y sin el más mínimo sentido del humor. Vivía solo en un ranchito hecho con sus manos. Había pasado por la Marina, trabajado cuidando la frontera en el paraje El Zurdo, cerca de Río Turbio, y hasta pasado unos cuantos meses en dos oportunidades en el penal de Ushuaia por callar definitivamente a graciosos que osaron molestarlo.

Conrado no quería a la gente, pero entre los más detestables a su gusto estaban los periodistas, luego de que uno de ellos publicara una nota sobre su vida que no lo convenció. A unos los recibió a los tiros, por lo que prudentemente se retiraron en búsqueda de otra nota que escribir sin correr riesgo de vida. Sin embargo, en el “El loco de Malvinas” encontró a un amigo. “Empecé a ir y me enseñó a buscar oro, así que nos íbamos con el viejito y pasábamos horas juntos”.

Por esa compañía y por su carácter avasallante Eldi se ganaría la rabia de mucho de los chilenos que viven en el sur de Santa Cruz, ya enemistados con Conrado por broncas antiguas. Como me dice Facundo, “…siempre fue un tipo corajudo, de ir al frente, ahora está más viejo y es más fácil golpearlo, siempre tuvo problemas con ese tipo de gente”.

Conrado era un hombre difícil, muy firme de carácter y estricto consigo mismo. Cuando le preguntaron como se las arreglaba solo en caso de estar enfermo, solo respondió: “Tengo buena salud. Me curo solo. Yo no doy trabajo a los demás ni lo voy a dar. Cuando la cosa sea muy grave sé lo que tengo que hacer”. Y bien que lo supo. En mayo de 1992, ya con más de setenta años y luego de quebrarse un par de costillas en una caída, no lo dudó, tomó su escopeta y simplemente apuntó.

Fue justamente Eldi quien lo enterró, allí donde había pasado más de medio siglo en soledad. Conrado no se fue nunca más de Cabo Vírgenes y Carrizo, su amigo, cuando puede lo va a visitar.

El reclamo de su vida


























Domingo soleado en Hyde Park. El parque londinense rebosa de gente dando vueltas. En la esquina conocida como Speaker´s Corner un hombre de barba grita sin parar envuelto en banderas. Un Bobby (como se conoce a los policías ingleses) le acerca un cajón para que se pare encima. Según un decreto de 1872 todo ciudadano del mundo tiene el derecho cada domingo de reclamar lo que se le venga en gana, criticar a la reina o a sus ministros. Con un par de condiciones: no debe pisar suelo ingles, por lo que se debe arengar parado sobre un banco o escalera, y no se deben utilizar banderas de ningún tipo.

Eldi, el barbudo de las banderas, patea el cajón gritando: “Voy a dejar de pisar el suelo inglés el día que ustedes dejen de pisar las Malvinas, y las banderas si quieren sacarla, háganlo ustedes, pero se va a saber”, mientras apuntaba a los policías con su vieja máquina de fotos. Los bobbys se miran confundidos, saben el valor que la bandera tiene para los argentinos, temen un conflicto diplomático y re retiran refunfuñando por lo bajo.

Decenas de argentinos se fueron sumando al reclamo, y entre mates y charlas le hacían el aguante a Carrizo, el Loco de Malvinas. Antes de despedirse entre abrazos, el himno salía de esas gargantas en el exilio, como un respiro profundo que les recordaría el terruño lejano.

Cuatro veces repitió este ritual, quedándose en casas de amigos que le dio su vida trashumante. Sin ningún tipo de ayuda oficial, marcha Eldi hasta Inglaterra con su reclamo. Ahora se dirige a su quinta visita al Speaker´s Corner mientras prepara otro sueño: “Yo quiero vender acá. La finalidad va a ser vender todo esto, me compro un motorhome para recorrer la Argentina y dar charlas. No pido nada al gobierno porque nunca me dieron ni cinco centavos”. Si algo queda claro al conversar con este hombre es que es un especialista en la historia de las islas y su tarea cotidiana es la de difundirla.

Otro de sus grandes amigos, e inspirador para Carrizo, fue el piloto Miguel Fitzgerald, argentino de raíces irlandesas que en 1964 y como autorregalo de cumpleaños levantó vuelo en su pequeño avión Cessna monomotor y marchó destino a las remotas islas. Allí plantó la bandera y dejó sentado por escrito su reclamo de soberanía al entonces gobernador británico Thompson. Copia fiel del mismo se encuentra entre los cientos de papeles y documentos que atesora Eldi en su “bunker” de El Calafate.

Su plan es pacífico, nada de armas ni exabruptos diplomáticos. Solo el amor. “Mi idea es sembrar para cosechar más adelante cuando recuperemos las islas ya que los ingleses no la quieren a Malvinas, es un gusto o capricho que les sale demasiado caro. Digo que hay que ir a Malvinas con equipos de fútbol de muchachos argentinos e ir con planteles femeninos de hockey allá a competir. Cupido se va a encargar del resto, se van a poner de novios, van a darse casamientos y así despacio, despacio y si ejecutar un solo tiro vamos a recuperar las islas”. Quiero decirle que ese es el argumento de la película “Fuckland” pero me quedo callada y sigo escuchando…

Mucho tiempo después, y averiguando de su vida me tomo un café con Eduardo, periodista nicoleño que le dedicó muchas de sus columnas, quiero saber que es lo que le dejó Carrizo y me dice sonriendo: “Realmente es un tipo avasallante, corajudo, son de los que habitualmente nos hemos acostumbrado a llamar locos. Un loco, en el sentido bueno de la palabra, al que no es fácil controlar en sus impulsos y hace cosas que el resto no hacemos, bueno, el piensa cosas y las hace. El parece que ha nacido con eso, de chiquito le dijeron que las Malvinas eran argentinas y a el le pareció como mentira, ¿como son argentinas y están los ingleses? Es algo que nunca entendió, y como buen loco fue hacia su objetivo: hacer algo para que se sepa que las Malvinas son realmente argentinas. Eso parece que fue una fijación histórica en su vida”.

A estas alturas pienso que no está tan loco como dicen, Eldi Carrizo aparece en la vida de los que se lo cruzan con miles de historias que cuenta de un tirón y que desborda al que lo escucha. Una real explosión de información, de anécdotas, de relatos que rozan lo increíble, pero que cuentan con una enorme cantidad de pruebas que afirman su veracidad. Historias que dejan con ganas de más, de escudriñar un poco cada rincón de la vida del loco. Ese que iza la bandera cada domingo en El Calafate, el que habla por todos los medios posibles de su lucha y convicción, el amigo de tantos viajeros, el personaje entrañable de esos que solo los caminos y las vueltas del destino pueden cruzar. Definitivamente, no creo que esté loco.

Fuente: María Virginia Bertetti 
(Licenciada en Periodismo. Viajera. Colabora como cronista freelance en diferentes medios de comunicación gráficos y digitales. Desde el año 2011 forma parte del staff permanente de Revista Flop.)



Tumba Conrado Asselborn - Cabo Vírgenes 2014
Tumba Eldi Walther Carrizo - Cabo Vírgenes 2014



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